Cuando todos nos alegramos del reciente reconocimiento oficial por parte de la Iglesia de la vivencia heroica de las virtudes cristianas por el P. Tomás Morales, lo primero que aflora en quienes nos hemos acercado a su persona y obra es el sentimiento de confirmar la certeza consolidada de que así era desde siempre. Como lo será el día, que deseamos próximo, de verlo en los altares.
En mi caso, aunque el trato fue fugaz y casi de paso, resultó muy decisivo. Fue en mayo-junio de 1972 en el Colegio Santa Ana de Almendralejo (Badajoz), centro educativo confiado a la dirección de los Cruzados de Santa María en el que inicié mis estudios de Bachiller Superior, ya que no podía hacerlo en mi pueblo natal y que elegí “porque no era de curas”.
Pero esta elección adolescente y caprichosa sería en realidad una gracia inesperada de Dios, ya que la estancia en este colegio, el trato y amistad con los cruzados y los jóvenes de la Milicia de Santa María, el ambiente alegre de exigencia, sobriedad y estudio que estos fomentaban, y sobre todo los Ejercicios Espirituales a los que me invitaron a principios del mencionado mes de mayo junto al santuario de la Virgen de la Montaña de Cáceres, cambiaron mi vida para siempre y decidieron mi futuro: de ellos salí con la convicción firme de ingresar en el Seminario y un día ser sacerdote. Volví al Colegio después de estas jornadas de oración con ímpetu de converso y con muchas más ganas de estudiar, de vivir en cristiano con un gran amor a la Santísima Virgen y afán apostólico y servicio a mis compañeros.
Fue en esos días, antes de que finalizara el curso, a mi vuelta al Colegio, cuando pude ver al P. Morales que visitaba el centro para acompañar y guiar a sus hijos los cruzados, verdaderos apóstoles seglares. Todos veneraban –¡ya era “venerable” entonces el P. Morales!- a ese jesuita delgado pero con la fortaleza y a la vez cercanía de un verdadero hombre de Dios. Las notas de exigencia ascética, de reflexión, de espíritu combativo y constancia de hierro -de verdadera forja de hombres-, de profunda oración, de amistad apostólica y de amor a Santa María, que se percibían en los cruzados, aparecían encarnados en síntesis y a lo grande en el P. Morales. Así me parecía a mí, entonces un joven adolescente, y quedó grabado en mi memoria como una foto fija, a pesar de los más de 45 años transcurridos desde entonces.
Rasgos que he visto también reproducidos con “genio femenino” en el servicio cercano, constante y sacrificado a la Iglesia de las Cruzadas de Santa María. Por todo esto no tengo más que motivos para dar gracias a Dios por la correspondencia generosa del P. Morales, de cuya fecundidad espiritual a través de sus obras y carisma he sido y soy beneficiario, especialmente en los inicios de mi vocación sacerdotal, y ahora en mi ministerio de servicio a la Iglesia. ¡Gracias, P. Morales!
José María Gil Tamayo
En mi caso, aunque el trato fue fugaz y casi de paso, resultó muy decisivo. Fue en mayo-junio de 1972 en el Colegio Santa Ana de Almendralejo (Badajoz), centro educativo confiado a la dirección de los Cruzados de Santa María en el que inicié mis estudios de Bachiller Superior, ya que no podía hacerlo en mi pueblo natal y que elegí “porque no era de curas”.
Pero esta elección adolescente y caprichosa sería en realidad una gracia inesperada de Dios, ya que la estancia en este colegio, el trato y amistad con los cruzados y los jóvenes de la Milicia de Santa María, el ambiente alegre de exigencia, sobriedad y estudio que estos fomentaban, y sobre todo los Ejercicios Espirituales a los que me invitaron a principios del mencionado mes de mayo junto al santuario de la Virgen de la Montaña de Cáceres, cambiaron mi vida para siempre y decidieron mi futuro: de ellos salí con la convicción firme de ingresar en el Seminario y un día ser sacerdote. Volví al Colegio después de estas jornadas de oración con ímpetu de converso y con muchas más ganas de estudiar, de vivir en cristiano con un gran amor a la Santísima Virgen y afán apostólico y servicio a mis compañeros.
Fue en esos días, antes de que finalizara el curso, a mi vuelta al Colegio, cuando pude ver al P. Morales que visitaba el centro para acompañar y guiar a sus hijos los cruzados, verdaderos apóstoles seglares. Todos veneraban –¡ya era “venerable” entonces el P. Morales!- a ese jesuita delgado pero con la fortaleza y a la vez cercanía de un verdadero hombre de Dios. Las notas de exigencia ascética, de reflexión, de espíritu combativo y constancia de hierro -de verdadera forja de hombres-, de profunda oración, de amistad apostólica y de amor a Santa María, que se percibían en los cruzados, aparecían encarnados en síntesis y a lo grande en el P. Morales. Así me parecía a mí, entonces un joven adolescente, y quedó grabado en mi memoria como una foto fija, a pesar de los más de 45 años transcurridos desde entonces.
Rasgos que he visto también reproducidos con “genio femenino” en el servicio cercano, constante y sacrificado a la Iglesia de las Cruzadas de Santa María. Por todo esto no tengo más que motivos para dar gracias a Dios por la correspondencia generosa del P. Morales, de cuya fecundidad espiritual a través de sus obras y carisma he sido y soy beneficiario, especialmente en los inicios de mi vocación sacerdotal, y ahora en mi ministerio de servicio a la Iglesia. ¡Gracias, P. Morales!
José María Gil Tamayo